Rogelio Lara|
La noche en San Pablo del Monte fue un reflejo inquietante de una sociedad al límite. Dos personas fueron rescatadas de ser linchadas, un acto de violencia que, aunque frenado, evidencia la desesperación de comunidades que se sienten abandonadas por las autoridades. El sábado, en Papalotla, dos individuos estuvieron en peligro de sufrir el mismo destino; afortunadamente, uno logró escapar, mientras que en Nativitas, un presunto secuestrador perdió la vida en un linchamiento. Y en Zacatelco, un presunto acosador fue salvado en el último minuto, pero la pregunta persiste: ¿qué estrategia tienen las autoridades federales, estatales y municipales para evitar que estos episodios se repitan?
Estos episodios no pueden ser vistos aisladamente. Son síntomas de un problema estructural: la falta de seguridad y vigilancia en un país que cada día parece desmoronarse en manos de la impunidad. Los ciudadanos, hartos de ver cómo los robos se han convertido en algo cotidiano y cómo la respuesta de las autoridades es, a todas luces, insuficiente, han optado por tomar la justicia en sus propias manos. Sin embargo, la justicia popular –al margen de su innegable fuerza y sentimiento legítimo de protección– corre el riesgo de transformar el orden social en un campo de confrontaciones donde la violencia se convierte en la norma.
La reciente movilización en comunidades del sur del estado evidencia el desencanto y la frustración de una ciudadanía que exige mayor presencia y eficacia de sus cuerpos de seguridad. No basta con activar protocolos contra linchamientos; es imperativo que las autoridades reevalúen sus estrategias de vigilancia, no solo en las calles, sino también en lugares considerados vulnerables, como las escuelas. Se necesita una respuesta integral que combine mayor patrullaje, tecnología y, sobre todo, una política de cero tolerancia frente a la corrupción y la impunidad.
Las investigaciones y reportes recientes de diversas redes sociales y medios locales indican que, en varios municipios, los ciudadanos han empezado a organizarse para suplir la ausencia de un estado de derecho efectivo. Sin embargo, esta “justicia de facto” no es la solución: cuando la violencia se autorregula, se corre el riesgo de que los derechos y garantías fundamentales sean socavados, y de que los intereses particulares –ya sean económicos o políticos– se sobrepongan a la verdadera búsqueda de justicia.
El desafío que enfrentamos hoy es doble. Por un lado, se requiere una reforma urgente en la manera de abordar la seguridad pública, que incluya una mayor coordinación entre las autoridades de distintos niveles. Por otro lado, es indispensable recuperar la confianza de la ciudadanía en las instituciones, pues solo a través de una respuesta eficaz y transparente se podrá frenar el avance de la violencia y la justicia por mano propia.

Mientras tanto, cada linchamiento evitado o cada agresión no hacen más que evidenciar un clamor popular desesperado. La pregunta que resuena en cada barrio, en cada comunidad, es clara: ¿hasta cuándo seguiremos permitiendo que la impunidad y la falta de acción institucional conviertan a México en un territorio donde la justicia se impone a punta de fuerza? La respuesta, lamentablemente, dependerá de la voluntad política para transformar este panorama de miedo en un verdadero Estado de Derecho.