Mientras los bosques de Tlaxcala arden, el gobierno guarda silencio… o peor aún, gasta.
El 8M fuimos testigos de cómo el Estado —ese que presume de ser seguro, tranquilo y con bajo índice delictivo— desplegó un tanque lanza agua a presión, no para apagar los incendios que consumen cientos de hectáreas, sino para dispersar a ciudadanos que se manifestaban.
Tlaxcala destinó recientemente 56 millones de pesos en camionetas blindadas de alta gama para la seguridad de funcionarios públicos. Mientras tanto, quienes arriesgan la vida en los cerros de Atltzayanca, Terrenate, El Carmen Tequexquitla y otros municipios afectados por incendios, luchan con palas, ramas y cubetas, porque no hay brigadas suficientes, no hay helicópteros, no hay apoyo real. Solo hay ciudadanos haciendo lo que pueden.
La narrativa oficial es que “Tlaxcala es seguro”, pero entonces, ¿por qué blindar camionetas como si estuviéramos en una zona de guerra? ¿Y por qué no invertir en equipamiento forestal, capacitación para brigadistas, o al menos en una mínima estrategia de respuesta ante emergencias?
La situación no es exclusiva de Tlaxcala. Es también el reflejo de un país que le da más importancia a las formas que a las causas, que privilegia la seguridad de los poderosos mientras la tierra, los bosques y la gente que la habita se quema, se ahoga, se dispersa.
En Tlaxcala, como en muchos lugares de México, la prioridad está mal puesta.
Nos urge una clase política que deje de blindarse y comience a mirar hacia el suelo que pisa: ese que ahora, literalmente, se está incendiando.




